El gran temor del mundo occidental se dirige a la incertidumbre de la muerte. Nos paralizamos en vida tantas veces por el temor a la partida. Morir vamos a morir todos, el tema es morir bien. Muere bien, quien vive bien. La gran diferencia entre Oriente y Occidente, con respecto al enfoque de la muerte, es simple y llanamente el hecho del cambio de ropaje y de plano, que para los hermanos orientales es algo claro e intuido, y para nosotros, una utopía lejana y en el mejor de los casos, una ilusión de la vapuleada nueva era. No es el temor a la muerte el que nos impide vivir. Si permitimos que la máscara se derrita, nos damos cuenta de que es el temor a la incertidumbre, el secreto final, aquél que nos inmoviliza hasta la desesperación. Si comenzamos por intuir qué es la vida, nos será más fácil llegar a comprender el modo en que a todo fenómeno vital le sigue un declive y un nuevo comienzo. Obviamente, para quien cree que sólo somos un cuerpo o una mente, la muerte se presenta como el corolario de la finitud. Para aquél que sabe que hay un espíritu inmanente que guía todo movimiento físico y mental y que permanece como el auténtico espectador de la película, viendo cómo las imágenes externas desfilan por la pantalla, la muerte, incluso, se presenta como una aliada bendita de descanso v evolución, como ese remanso ansiado que permite un renovar de fuerzas y aprendizajes. ¿Cómo hablar de la muerte sin apego? ¿Cómo encarar la grandeza de la partida con claridad? ¿Cómo reemplazar el miedo y la queja patética por la confianza en la esencia divina que nos nutre y alienta?
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