Albert Einstein buscó incesantemente lo que se llamaría una teoría unificada de campos, es decir, una teoría capaz de describir las fuerzas de la naturaleza dentro de un marco único, coherente y que lo abarcase todo. Einstein no estaba motivado por las cosas que a menudo relacionamos con la actividad científica, como, por ejemplo, intentar hallar una explicación para estos o aquellos datos experimentales. Lo que le impulsaba era una creencia apasionada en la idea de que una comprensión más profunda del universo pondría de manifiesto la auténtica maravilla: la sencillez y el enorme poder de los principios en los que se basa. Einstein deseaba explicar el funcionamiento del universo con una claridad nunca antes conseguida, lo que nos permitiría a todos nosotros contemplar con asombro y admiración su belleza y elegancia absolutas. Einstein nunca consiguió hacer realidad su sueño, en gran medida porque ciertas limitaciones le cerraban el camino: en sus tiempos, un buen número de características esenciales de la materia y de las fuerzas de la naturaleza eran aún desconocidas, o, en el mejor de los casos, apenas se comprendían. Sin embargo, durante el último medio siglo, en cada nueva generación ha habido físicos que a veces a trompicones y, otras veces, desviándose hacia callejones sin salida han estado trabajando sin cesar sobre los descubrimientos de sus predecesores para hacer encajar todas las piezas de un modelo más completo con el que entender el funcionamiento del universo. Y, actualmente, mucho después de que Einstein planteara su búsqueda de una teoría unificada y acabara con las manos vacías, los físicos creen que han hallado por fin un marco en el que se pueden encajar esos temas, en un sistema completo y sin costuras: una teoría única que, en principio, es capaz de describir todos los fenómenos físicos.
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