Luna. Una luna gloriosa. Llena, gorda y rojiza, que da a la noche la misma luz que si fuera de día, un reflejo que flota sobre la tierra trayendo alegría, alegría, alegría. También trae ese ruido sordo de las noches tropicales: la voz suave y salvaje del viento que te eriza el vello del brazo, el lamento hueco de las estrellas, ese bramido de la luna sobre el agua que te hace rechinar los dientes. Todos responden a la Necesidad. Oh, ese alarido sinfónico de mil voces que se esconden, el grito de la propia Necesidad, la entidad, el observador silencioso, algo que está frío y quieto, que se ríe, el Bailarín de la Luna. Ese yo que no soy yo, eso que se burla y se ríe y llega con la intención de saciar el hambre. Con la Necesidad. Y en esos momentos la Necesidad era muy fuerte, se arrastraba sigilosa y fría y anillada, restallando pensativa, dispuesta, muy fuerte, muy dispuesta ya…, pero seguía esperando y observando, y obligándome a mí a esperar y a observar. Llevaba ya cinco semanas observando al cura, esperándole. La Necesidad me pinchaba, juguetona, animándome a encontrar a otro, al siguiente, a este cura. Desde hacía tressemanas sabía que era él, que él era el próximo: ambos pertenecíamos al grupo de Oscuros Pasajeros, tanto él como yo.
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