Pérgamo ha de verse en un día otoñal, cuando el cielo está de un azul oscuro y los bancos de nubes blancas que se dirigen raudos hacia el Pindo transforman la luz y las sombras sobre escaleras y terrazas de mármol. La luminosidad y la oscuridad se turnan a tal velocidad en tejados y columnas que se podría pensar que son las nubes las que están inmóviles y que es Pérgamo, sobre su colina, el que se mueve impulsado por el viento, como una embarcación de velas deslumbrantes. Así es como se ve, sobre todo si se sube uno al pretil de la terraza del teatro, se sienta dejando colgar los pies sobre el abismo y mira a lo lejos, más allá del destellante Selinus y su valle verde, con la frente azotada por el mismo viento risueño que abajo zarandea las ramas de los olivos con sus destellos plateados y hace susurrar los robledos. Cuando era pequeño, a menudo me encaramaba al pretil y hacía equilibrios allí, justo detrás del templo de Dionisos, y bajaba la mirada hacia los muros de contención con sus contrafuertes, que parecían tirar de uno hacia las profundidades. Aquí y allá sobresalía una roca desnuda de entre la lisa mampostería y la interrumpía, y a esas prominencias se aferraban pequeños retoños de pino.
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