La guerra había terminado —la larga y sangrienta guerra que fue, en su tiempo, la más grande guerra popular que el mundo hubiese conocido—y los hombres de uniformes azules retornaban a sus hogares. Los de uniforme gris, aturdidos y heridos, paseaban la mirada en torno, contemplando sus propiedades asoladas y perdidas, y veían qué era en verdad la guerra. En Appomatox, el general Lee depuso sus armas y entonces todo terminó. Y en el cálido Sur cuatro millones de negros acababan de pasar de la condición de esclavos a la de ciudadanos libres. Libertad pagada con jirones de carne dejados en los campos de batalla; ¡preciosa libertad! Para el hombre libre son suyos el ayer y el mañana: cuando el hambre le acose no tendrá un amo que atienda a su sustento, mas tampoco sentirá en sus espaldas los aguijonazos de la mirada feroz y recelosa del capataz, no oirá sus gritos airados, ni sufrirá sus azotes al alargar el paso a la vista de un camino de liberación. Doscientos mil negros eran soldados de la República al cesar la lucha, y muchos de ellos regresaron a sus chozas con el fusil al hombro.
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